jueves, 18 de febrero de 2010

Ayunar, ¿para qué?


JUAN MARTÍ ALANIS,

obispo de Urge


("La Vanguardia")en Misa Dominical

(...) Que los banquetes y el buen vino tengan fuerza de persuasión es fácil de entender. Cuando Judit descolgó el alfanje de Holofemes y agarró su melena para asestarle buenos golpes, éste estaba durmiendo en brazos de Dionisios vencido por la carga de alcohol. Más raro parecería pensar que la abstinencia pueda tener una fuerza social reivindicativa. Un dolor profundo puede provocar anorexia, pero el ayuno puede ser programado como protesta y como medio de atraer la atención pública y esgrimirla hábilmente como una arma. ¿Un método de comunicación social, en definitiva?

Ciertamente, un método terapéutico tan antiguo como el hombre. Para las gastroenteritis. O simplemente para equilibrar un exceso. Las pasadas Navida­des la prensa informó de los apuros gástricos que pasó un célebre novelista ita­liano después de una exuberante cena. Alarmas, temores de infarto. Y al fin, simple ayuno y a escribir de nuevo. Cuántos más debieron de pasar por trances parecidos después de Noche Vieja.

Pero algunas escuelas de medicina recomiendan ayunar con alguna frecuencia simplemente para limpiar el cuerpo de factores perturbadores. Un ayuno de zumo de frutas durante una semana, dicen, es una verdadera limpieza a fondo de primera para el organismo. Los tres primeros días son igual que un ascenso a una montaña. Cuando se está arriba, leo, es cuando empieza la caminata refrescante por las alturas. Entonces logra elevar al máximo la capacidad de concentración. Y hay que tomarlo con paz, dicen.

Rige, en el ayuno, uno regla muy importante: no enfadarse. La alegría distendida es buena medida para estimular las glándu­las endocrinas.

Pero un piensa que esto no es posible en un ambiente urbano, de trabajo y de relaciones sociales, al que se asocia invariablemente una amplia oferta de res­taurantes, de fiestas y se contempla todo si no como de estímulo para las endocrinas, sí al menos para otras secreciones bucales. Y, desde luego, para la distensión.

La práctica del ayuno parece ir asociada a otro tipo de cultura. Ayuno del Talis­mán de Jade, o de Barro y de Carbón, de las ceremonias de purificación taoístas. Pero no vayamos tan lejos. El pasado verano viví una de las experiencias más fuertes de mi vida en la península Calcídica. Visité cinco monasterios del monte Athos y conviví con los monjes. Recuerdo que allí comí un día el pan más sabro­so de mi vida. En una de las dos únicas comidas del día, a base de cereales y verdura. Recién sacado del horno había en la mesa un panecillo de harina inte­gral, oscuro, redondo casi como una bola y tan caliente que fue para mí un desafío, atendiendo a que los monjes comen rápidamente y en silencio mientras escu­chan una lectura bíblica o hagiográfica. Pero no recuerdo haber comido un pan mejor en mi vida. Sería quizás el moderado ayuno de aquellos días lo que me devolvió el gusto sublime de los manjares simples. Serían las caminatas por el monte, de un monasterio al otro, lo que me retomó al placer sencillo de beber agua. Nada más que agua. Qué horribles me parecían las bebidas americanas.

Pero el monte Athos es un espacio cultural controlado por los monjes, herederos de toda una gran tradición cristiana que se remonta a los desiertos de Egipto. Aquella figura penitente de algunos profetas y, en especial, del Bautista, parece un símbolo perdido en la lejanía del tiempo y que a nosotros, los hijos de la sociedad de consumo, con los mercados a desbordar, estamos llamados a tran­quilizar nuestras ansiedades comiendo y bebiendo. La abstinencia y el ayuno son más bien contemplados como una simple imposición médica, como dietas martirizantes para la tercera edad y, por tanto, sin sentido positivo para los de­más.

Se atribuye a Teilhard de Chardin el haber dicho que no llegamos a alcanzar la madurez moral hasta el día en que nos damos cuenta que tenemos que escoger entre inclinarnos ante algo más grande que nosotros mismos o empezar la propia autodestrucción. No sé si nuestra cultura nos aboca irremisiblemente a comer y beber sin límite. Inclinarse ante algo más grande no se refiere sólo al instinto religioso de adoración, sino que ello lleva consigo la saludable capacidad de ab­negación. Y la capacidad de altruismo y aún de testimonio supremo como el de los mártires religiosos o civiles.

No considero un progreso el que nuestra cultura esté perdiendo la capacidad de renunciar a algo que cueste. Y seguro que ello se asocia con la incapacidad de inclinarse ante algo más grande que nosotros e, incluso, ante Dios. Que la alter­nativa sea la autodestrucción, según la frase de Teilhard, quizá sea mucho decir. Falta de disciplina y de autocontrol, creo que sí.

El carnaval, incluidos sus excesos, podía tener más sentido cuando realmente se celebraba con un aspecto alternante del ayuno y de la penitencia cuaresmales. Al menos para los creyentes, que no son pocos, la purificación espiritual y el ayuno deberían continuar teniendo un valor profundamente humano y religioso. Jesu­cristo practicó y recomendó el ayuno. "Tu Padre, que mira escondido, te recom­pensará", dijo. Para algunos, quizá, Dios está muy escondido y no da sentido al valor moral de sus vidas. ¿Es entonces cuando se difuminan los contrastes y cuando los gestos pierden significación? (...)
Material enviado por el Grupo Pueblo de Dios

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