CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 23 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que dirigió Benedicto XVI este domingo al rezar la oración mariana del Regina Caeli junto a miles de peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro del Vaticano.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la solemnidad de Pentecostés, en la que recordamos la manifestación de la potencia del Espíritu Santo, el cual -como viento y como fuego- descendió sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo y les hizo capaces de predicar con valentía el Evangelio a todas las gentes (cf Hch 2,1-13).
El misterio de Pentecostés, que justamente nosotros identificamos con ese acontecimiento, verdadero “bautismo” de la Iglesia, no se agota, sin embargo, en eso. La Iglesia, de hecho, vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual agotaría sus propias fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento.
Pentecostés se renueva de manera particular en algunos momentos fuertes, tanto en el ámbito local como en el universal, tanto en pequeñas asambleas como en grandes convocatorias. Los Concilios, por ejemplo, han tenido sesiones gratificantes de especial efusión del Espíritu Santo, y entre éstas se encuentra ciertamente el Concilio Ecuménico Vaticano II. Podemos recordar también el célebre encuentro de los movimientos eclesiales con el Venerable Juan Pablo II, aquí en la Plaza de San Pedro, precisamente en Pentecostés del 1998.
Pero la Iglesia experimenta innumerables “pentecostés” que vivifican las comunidades locales: pensemos en las Liturgias, en particular aquellas vividas en momentos especiales para la vida de la comunidad, en las que la fuerza de Dios se percibe de manera evidente infundiendo en las almas alegría y entusiasmo. Pensemos en tantos congresos de oración, en los que los jóvenes sienten claramente la llamada de Dios a arraigar su vida en su amor, también consagrándose enteramente a Él.
No hay por tanto Iglesia sin Pentecostés. Y querría añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” -como nos refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,14). Y así es siempre, en todo tiempo y lugar. He sido testigo también de ello hace pocos días, en Fátima. Lo que vivió, de hecho, aquella inmensa multitud, en la explanada del Santuario, donde todos éramos un solo corazón y una sola alma, ¿no es un renovado Pentecostés? En medio de nosotros estaba María, la Madre de Jesús. Es ésta la experiencia típica de los grandes Santuarios marianos -Lourdes, Guadalupe, Pompeya, Loreto- o también de los más pequeños: allá donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor da su Espíritu.
Queridos amigos, en esta fiesta de Pentecostés, también nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos para toda la Iglesia, en particular, en este Año Sacerdotal, para todos los ministros del Evangelio, para que el mensaje de salvación sea anunciado a todas las gentes.
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